Más de 50 millones de bolívares se evaporaron en las “casas de cultivos protegidos”. Un buen día aparecieron estructuras importadas para sembrar a un costado de la Regional del Centro y otras de las autopistas venezolanas, pero resulta que no eran para el clima ni para el campo de esta parte del mundo.
CRISTINA GONZÁLEZ ARMANDOINFO
No hay pimentones, ni tomates, ni ajíes. El paisaje es único: monte y escombros arropados por 20 tubos arqueados que sostienen los invernaderos que ha venido prometiendo el gobierno venezolano.
Más atrás, hay otra casa similar con forma de capilla, cubierta a los lados por una tela de malla muy cerrada a la que no penetra ni un mosquito.
Pero el resultado es el mismo: la maleza crece en los alrededores hasta uno, dos y tres metros de altura sin ninguna señal de cultivo en aquel rincón escondido de la urbanización La Unión de San Carlos, ciudad capital del estado Cojedes, en la región central del país.
Los residentes, en tono de broma, la nombran “San Calor”, entre un sol penetrante a 30 grados centígrados, sudor a chorros y pocas sombras.
Algunos dicen, entre risas, que la densidad del aire distorsiona, de a momento, las imágenes (como en los desiertos o las películas del Lejano Oeste).
Un pueblo donde los invernaderos abandonados de La Unión parecen desentonar: aún cuando llueve, permanece cálido.
“Y hasta empeora”, asegura un taxista, risueño. Por eso, el Gobierno nacional a veces las llama “casas de cultivo protegido” en lugar de “invernaderos”: una propuesta de desarrollo socio-productivo en clima tropical que hoy –literalmente– da pocos frutos.
Hasta junio del año pasado, el ministro de Agricultura y Tierras (MAT), Yván Gil, calculaba 500 “casas de cultivo protegido” instaladas en territorio nacional para la siembra y cosecha de hortalizas mediante un convenio desarrollado con Cuba.
Pero al final, sólo suministraron 365 de las 500 casas de cultivo prometidas, según precisa el mismo ministerio en su Memoria y Cuenta del año 2011.
En la urbanización La Unión de San Carlos, los vecinos recuerdan el inicio del proyecto hace poco más de un año: personas vestidas de rojo tardaron entre cinco y siete meses en construir las casas que hoy se despedazan.
Algunos residentes recibieron capacitación técnica los primeros días, hasta que los instructores dejaron de visitarlos por razones que aún desconocen.
El consejo comunal debía asumir las actividades agrícolas –según uno de los antiguos miembros–, pero sus elecciones tienen dos años de retraso.
Aunque la asistencia técnica es cubana, algunos equipos provienen de Europa, según convenios públicos, miembros de comunas y expertos en tecnología vegetal.
El llamado poder popular, sin orientación ni vigilancia, no sabe qué hacer con aquello –lo último en tecnología de invernaderos– a pocos metros de su hogar, mientras la crisis inflacionaria eleva cada mes el costo de las hortalizas.
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La Memoria y Cuenta de 2011 del Ministerio de Agricultura y Tierras registra el proyecto de suministro de 56 hectáreas de “casas de cultivos protegidos” en los estados Aragua, Carabobo, Cojedes y Lara, entre junio de 2010 y junio de 2011.
Se trata de un convenio con Cuba basado en la adquisición y transferencia tecnológica de más de 500 casas de cultivo de 800 metros cuadrados, en modelo tropicalizado, por un monto de 50.931.154 bolívares.
Al final sólo se instalaron 22 hectáreas de cultivos protegidos en el eje central del país en relación a las 40 hectáreas estipuladas; Cuba sólo suministró 365 de las 500 que le correspondía levantar.
El Ministerio de Agricultura y Tierras renovó el contrato: “El Proyecto fue evaluado en la XI Comisión Mixta del Convenio de Cooperación Integral Cuba Venezuela, es decir, fue aprobada la Fase II (Continuidad), lo que lleva a una modificación en los presupuestos asignados”, expone el documento oficial.
Los informes de gestión posteriores del ministerio no hacen referencia particular a este acuerdo, e incluyen distintas Unidades de Producción Socialista (UPS) y Empresas de Producción Social (EPS) –estructuras de producción de bienes y servicios dependientes del Estado– en la dinámica del cultivo protegido en invernaderos, sin especificar la procedencia de las instalaciones, ni en algunos casos los entes responsables de la ejecución de los planes.
Venezuela cuenta con 300 hectáreas de invernaderos instalados, desde que comenzó la producción comercial de estos equipos en el año 2000, destinados principalmente a la siembra de tomate, pimentón y flores, de acuerdo con un estudio de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Los Andes (ULA) de este año.
El informe da cuenta de la ausencia de estadísticas regionales de la producción total en invernaderos, así como de cuánto representan, en términos porcentuales, en la producción nacional de cada rubro.
También concluye debilidades técnicas: “Debido al poco tiempo de establecimiento de los invernaderos en Venezuela, el número de personas capacitadas que manejen eficientemente este tipo de estructuras de cultivos es bajo. Venezuela no estaba preparada para un crecimiento tan rápido como el ocurrido en los últimos cinco años y probablemente se ha avanzado por ensayo y error”.
Desde 2011, medios de comunicación y líderes políticos denuncian el abandono y deterioro de las “casas de cultivo protegido” más llamativas: las enormes estructuras plásticas, rotas y mugres, dispuestas a un lado de la Autopista Regional del Centro, entre el kilómetro 71 y 96, que presuntamente debían ser administradas por los consejos comunales del sector Trapiches del Medio. Como en La Unión, a mayor escala.
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Una cuadra promedio de la zona colonial del centro de Caracas mide 100 metros de largo y 100 metros de ancho (10.000 metros cuadrados), que equivale a una hectárea.
Los invernaderos del convenio Cuba-Venezuela equivaldrían, en total, a 56 cuadras caraqueñas sembradas de tomate y pimentón.
Pero las fallas de asesoría técnica no es el único obstáculo de la promesa: la tecnología seleccionada es cuestionada en el gremio agrónomo.
Las zonas calientes de Venezuela (como ‘San Calor’) requieren mayor intercambio de aire que el que permiten las mallas de los invernaderos europeos diseñados para climas más fríos.
En el caso venezolano, una malla antiáfido o anti-insecto –barrera física permeable que impide la entrada de insectos que afecten los cultivos–, dificulta la respiración de las plantas.
“Si yo compro un paquete cerrado a un proveedor internacional sin tener el concepto de dónde la voy a utilizar, puedo traerme la malla que al proveedor le interese venderme, y la más cara es la más tupida, que es como un mosquitero o un tul de novia”, explica un especialista que reserva su identidad por temor a represalias contra su compañía, que tiene contrato con entes privados y públicos.
Los insectos no sólo pueden entrar por las paredes sino también adheridos a la ropa de quienes ingresan al invernadero o casa de cultivo.
Por ello, es necesaria una serie de mecanismos previos para controlar el acceso a la zona de producción: usar ropa de seguridad y puertas de acceso con barreras sanitarias: una cortina de viento, una pre-cámara, otra cortina de viento y otra puerta con presión positiva (con viento desde el interior de la estructura hacia la cámara de afuera para terminar de expulsar los elementos contaminantes de la persona).
Invernaderos importados visitados por expertos carecen de esos componentes.
En Europa, algunos tienen varias barreras y otros no: depende del cultivo.
El invernadero de La Unión sólo presenta una pre-cámara simple.
Algunos de los proveedores son la empresa española Grupo MSC y la compañía holandesa Dalsem, reconocidas en el negocio internacional de invernaderos como tecnología de punta.
“Nos entregaron un Ferrari y no sabemos manejarlo (…) El despilfarro que se ha hecho en estas estructuras es enorme.
Un grupo de agrónomos estamos preocupados, no sabemos qué hacer”, dice otro especialista.
Iraselis Marco, a diferencia de los sancarleños, fue testigo de esa bomba de tiempo: conoció los invernaderos de la Unidad Productiva Julián López –en el estado Carabobo–, quedó impactada con su majestuosidad y se incorporó a las labores del comedor de los productores agrícolas, hasta que la casa de cultivo fue intervenida.
“Ahí se cultivaban tomates con algo que fue traído de un país nórdico, y en espacios muy fríos esas son cuestiones muy sofisticadas, y eso colapsó porque los productos que se usaban allí son importados y era difícil traerlos por la situación del país.
Entonces se secaron buena parte de las matas de tomate porque no llegaron los insumos”, lamenta. Hoy esos invernaderos están bajo administración militar.
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La presidenta de Fundaimagen –organismo adscrito a la Gobernación de Cojedes–, Nataly Peña, afirma desconocer el estado de las casas de cultivo de La Unión.
Enumera otros logros de su institución: un vivero comunitario de más de 15 mil plantas, una unidad de lombricultura, viveros en escuelas.
Nada sabe de invernaderos. Algunos vecinos del sector dicen que son una obra de la Gobernación, pero el ingeniero José Pernía, encargado del área de Infraestructura del estado, lo niega.
Hasta la fecha, la coordinación de prensa del Ministerio de Agricultura y Tierras aún no responde a la solicitud de entrevista de Armando.info sobre el tema.
No hay consejo comunal u otra organización vecinal que presione una respuesta.
“Eso es un acto de corrupción, a nosotros nos dijeron que esas mallas eran carísimas”, dice una señora de la cuadra, y continúa sus labores caseras.
Algunos se quejan, otros prefieren no opinar por desconocimiento. Alguna vez fue diferente: en 2007 el consejo comunal de La Unión tenía una página web, con su lista de voceros, proyectos ejecutados, proyectos en proceso, proyectos venideros, una galería de fotos, las leyes del Poder Popular y números de contacto.
Una labor de contraloría impulsada por uno de los residentes.
Hoy, la propuesta tecnológica de soberanía alimentaria se pierde entre las irregularidades estatales y la indiferencia del Poder Popular.
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