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9 feb 2016

Los secretos de la Sierra de Perijá, cuna de yukpas y pulmón vegetal en el Zulia


Jennifer Marrugo  Noticia al Día

Nadie podría imaginar que en el Zulia existe un lugar donde la neblina, el frío y una brisa amigable te despierta. Un amanecer donde el sol no se impone, respeta las montañas, sus verdes y ayuda a calentar el cuerpo rígido en los momentos en que las bajas temperaturas aparecen. ¡Bienvenidos a la Sierra de Perijá!
Cuando la ciudad se vuelve ruido, caos y hasta respirar cuesta, un encuentro con la naturaleza, lo rústico, básico y simple, hace aterrizar en lo verdaderamente importante: estar vivo.
No se trata de unas vacaciones tipo resort, con piña colada y cómodas camas; se trata de una travesía en la que se aprende en el camino y se maravilla con los regalos de la naturaleza.
La comunidad indígena Ayapaina, no cuenta sino con siete familias yukpas. Cada miembro en sus quehaceres, sin prisa. 
Los niños, sin juguetes sofisticados, se entretienen deslizándose por un camino arenoso hasta la caída a un pozo de agua.
Para llegar hasta allí, el esfuerzo merece la pena. 
El dolor en las piernas desaparece cuando se levanta la vista para contemplar el paisaje, oler una mata que desprende un aroma a golosina o abrirle paso a las mulas que ascienden como campeonas.
Un morral, ropa cómoda, agua, comida, un buen guía y las ganas de ascender 32 kilómetros, son los ingredientes necesarios para aventurarse a conocer esos parajes escondidos en la entidad.
Al llegar a Machiques de Perijá, me encontré con Tavi, un veterano explorador y conocedor de la zona. 
Partimos con los peroles a cuestas hasta La Morena, un sitio donde convergen el bullicio y los mercaderes.
Ya en “la pirata” (camioneta ranchera), era común ver bajar y subir yukpas silentes. Todos parecen conocerse entre sí. Uno que comía patilla con ganas, me miraba como lo que era, una foránea que subiría sin morir en el intento.
Le siguieron 30 minutos de carretera, en una “montaña rusa” de camino intrincado, donde se observaban los avatares de la sequía y el verano intenso. 
Los verdes se tornaban marrones y el chofer saludaba ondeando el brazo de cuando en cuando.
Llegamos hasta el sector Toromo, o pie de monte, donde las mulas aprovechaban la sombra de algunos árboles y eran preparadas por Franklin, hombre de pocas palabras, con una apariencia ruda pero que durante la caminata dejaba entre ver visajes de inocencia, como de muchacho cuando apenas pisa la pubertad.
Eran las doce del mediodía en punto, cuando pisamos la primera piedra para subir a nuestro destino. 
No pasaron veinte minutos cuando el sol y el calor hicieron estragos en mí. 
Me levanté con el orgullo golpeado y con la misma, diez minutos más tarde sucumbí.
No podía creer que después de ir a la Gran Sabana y subir el Roraima, este “minúsculo” monte me golpearía en menos de una hora tres veces. 
Le eché la culpa al clima, a los zapatos de goma, a las piedras, hasta a las empanadas de las seis de la mañana; pero, la verdad era que había que ganarse llegar arriba.
Tavi decidió montarme en una mula hasta que recuperara las energías. 
Mi sentimiento de culpa por pensar que torturaba al animal sumándole peso a su travesía, hacían que a cada rato me disculpara con ella.
Para aguantar el trayecto, la mula “comunidad”, como la conocen los habitantes de Ayapaina, arrancaba el pasto y matas verdes, que le recargaban “las pilas” y sin mucho protocolo botaba “el chocolate” (excremento) entre tramo y tramo.
Pasamos “la 2000”, una cuesta en la que muchos han caído al vacío y otros ya le saben la “maña”. 
“Esa mula es veterana, sabe dónde pisa”, me dijo Franklin para que se me quitara la cara de “no me quiero morir hoy en este barranco”.
Poco a poco, el sol se iba ocultando entre los árboles y el clima tornando más afable
Unos minutos en el puente Shirimi sobre río Negro, que comunica Toromo con Kunana, le dieron un respiro a Tavi, Franklin y las dos mulas que cargaban la comida y a la foránea.
En uno de esos trechos, el buen oído de Tavi escuchó un grito del otro lado de la montaña. Alguien le deseaba buen viaje a lo que respondió: “¡Amén!”, en un eco que se perdió en la eternidad del lugar. 
La cara de desconcierto de Franklin vino acompañada de una pregunta que pudiera resultar poco común entre los citadinos: “Tavi, ¿qué significa ‘Amén’?. Una vez una señora lo dijo también”. 
El guía le respondió con su tono paciente y pedagógico: “Eso quiere decir ‘que así sea”.
Proseguimos hasta llegar a la comunidad de Shirimi. Donde ya andaba por sí sola. Encontré un “simoncito”, gente humilde que cocinaba en leña y saludaba a Tavi como si fuera uno de ellos.
Otros turistas se quedaban ahí para subir al día siguiente, mientras que nosotros andamos sin prisa, pero sin pausa, cerca de las cuatro de la tarde para llegar a Ayapaina.
Esquivando “el chocolate” en las hileras, se hicieron las cinco de la tarde, cuando por fin pisamos a la comunidad. Franklin había llegado minutos antes con las mulas y nos presentó a su familia. Tavi se encargó de echar los cuentos de mis “yeyos” para relajar el momento.
En esa comunidad no hay cabida para la mezquindad. 

Todo gira en torno a la comida, la siembra, el ganado y de las experiencias de los que van llegando desde el pie de monte o de más arriba, donde el frío es más recio y los cuentos interminables.
Para reponernos, Evinia, esposa de Franklin, preparó malanga sobre la brasa, un tubérculo parecido a la papa, acompañado con surero y queso, todo cultivado y hecho por ellos mismos.
El aroma del café recién tostado se apoderaba de la casa. Los niños correteaban de allá para acá sin mucho protocolo. La ducha es un chorro de agua que viene desde el río, donde las mujeres se bañan en grupo antes de anochecer.
El agua helada paraliza hasta los pensamientos, pero no impide repetir el chapuzón, para despabilarse y seguir hasta Villa Alba, donde nos esperó una choza para apertrecharnos en sendas hamacas y tender la carpa, por si el frío se ponía creativo.
Cuando cae la noche, literalmente, desde allí pueden verse los planetas. Entonces entendí que hacía mucho no me detenía a ver el cielo. 

Algo tan barato, pero que los techos y el trajín citadino no dan chance para hacerlo a menudo.
La primera noche fue tranquila, el sueño nos venció. 

Al día siguiente Evinia nos preparó una comida suculenta. De esas que saben a leña, a cariño, a hogar y sin cubito. Un arroz con quinchoncho del que procuramos no dejar un gramo en el plato.
En un breve recorrido vi que las paredes tenían mensajes. Unas  frases hablan del saber y otras de la conciencia humana. También conocí a María, una tejedora vieja y virtuosa, que según Tavi, “hay tejidos que solo ella puede hacer”; él mismo le dio el mensaje de un encargo de varias canastas que irían a Europa.
Los yukpas caminan lento y se rigen por sus propias leyes y creencias. “Cuando me dicen que no suba en la noche, hago caso”, me contó Tavi, “porque ellos saben”.
El cacique mayor de ayapaina se llama Tibaldo Romero. Este título se elige por antigüedad y respeto. También por su habilidad para conseguir beneficios para la comunidad que representa.
Todos los centros pilotos: Shirimi, Meseta Kunana , Manastara y Ayapaina, se congreran por varias horas durante días para debatir sobre la elección y los postulados.
La segunda noche la pasamos danzando de conversa en conversa. Todos tenían un cuento o aventura digna de narrar, como los de “Juanca” y “Javi”, dos hermanos campesinos, a quienes les cuesta despegarse de la montaña, a pesar de que ahora viven en Machiques.
Ambos hablaban de sus padres con un orgullo jactancioso – en el buen sentido – de cómo los quebrantos de salud los hicieron bajar y comenzar de cero en otro cielo, en otra temperatura y en otro ruido.
Si algo tienen las montañas, son misterios. Los pasos de algo/alguien hicieron dudar de mi cordura en algún momento. Poco después preferí no arriesgarme. Entré en la carpa y con la ayuda de Guaco, pude dormir tranquila.
La mañana del día tres, el amanecer dio todos los colores que pudo. Mientras nos íbamos, otros llegaban. Los yukpas madrugan para volver a su rutina; esa que parece no cansarles ni aburrirles.
Arrancamos para bajar hasta la cascada de Shirimi. Esta vez no hubo “yeyos”. Andaba como la mula, “sabiendo donde pisar” y sin pausas.
Dejamos los peroles en una de las chozas y fui por mi chapuzón. Como era de esperarse, el agua templada y fría acompañaba a las rocas resbaladizas, por las que me subí como una carajita.
Recogimos y seguimos el paso. Al cabo de 45 minutos, nos encontramos al mismo muchacho que gritó desde el otro lado de la montaña cuando subíamos. Ezequiel, un joven marabino entusiasmado por recorrer las comunidades indígenas de la zona. 

Era como un “Tavi chiquito”, con menos experiencia, pero con ganas de llevar conocimientos y algo de fe por esos lados.
Tres horas nos tardamos en llegar de nuevo a Toromo, donde esperamos Edwin, hermano de Franklin, quien se encargó de llevarnos de nuevo hasta Machiques.
Sin duda,  un lugar digno de conocer y explorar. Su comida, su gente y su clima, están siempre prestos para recibir a quienes desean tener unas inolvidables vacaciones con cédula. ¡La Sierra te espera!

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